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Los océanos cubren más del 71 % de la superficie del planeta y constituyen el mayor ecosistema de la Tierra. En sus aguas se originó la vida hace unos 3.800 millones de años, y todavía hoy más de la mitad del oxígeno que respiramos procede del fitoplancton marino, diminutos organismos que flotan en suspensión y realizan fotosíntesis. Sin el océano, el clima sería insoportable, el aire irrespirable y la biodiversidad —incluida la humana— simplemente no existiría. Sin embargo, ese corazón azul que mantiene la vida late con dificultad.
En las últimas décadas, los mares del mundo se han convertido en un almacén de contaminantes, calor y residuos. La humanidad ha depositado en ellos su basura, sus vertidos industriales, su exceso de dióxido de carbono y su despreocupación. Según la Organización de las Naciones Unidas (ONU, 2024), los océanos han absorbido más del 90 % del calor generado por el efecto invernadero desde 1970 y un 25 % del CO₂ emitido a la atmósfera. Este servicio, que actúa como “amortiguador climático”, tiene un coste enorme: las aguas se están calentando, acidificando y perdiendo oxígeno a un ritmo que amenaza con alterar de forma irreversible los ecosistemas marinos.
El 2024 fue el año más cálido jamás registrado en la historia de los océanos, superando los récords de 2023. La Organización Meteorológica Mundial (WMO) confirma que el ritmo de calentamiento de las aguas en las dos últimas décadas se ha duplicado respecto a la segunda mitad del siglo XX. La consecuencia es devastadora: aumento del nivel del mar, desaparición de corales, alteración de corrientes oceánicas y pérdida masiva de especies. Según la FAO (SOFIA 2024), de las poblaciones pesqueras evaluadas en el mundo, sólo el 62 % son biológicamente sostenibles. Más de una tercera parte están sobreexplotadas.
El océano como fuente de vida y alimento
El océano no solo regula el clima, también alimenta al planeta. Más de 3.200 millones de personas dependen directamente del pescado y del marisco como fuente principal de proteínas animales, y el sector pesquero y acuícola genera más de 60 millones de empleos directos. Sin embargo, este recurso vital está siendo explotado más allá de sus límites biológicos. La pesca industrial, los descartes masivos y la contaminación química amenazan con convertir esta fuente de vida en una fuente de riesgo.
Además de su papel alimentario, los ecosistemas marinos proporcionan lo que se conoce como “servicios ecosistémicos”: protegen las costas frente a tormentas, almacenan carbono (carbono azul) y albergan hábitats esenciales como manglares, marismas y praderas marinas, que pueden almacenar hasta cuatro veces más carbono por hectárea que un bosque terrestre. Estos ecosistemas costeros almacenan más de 11.500 millones de toneladas de carbono, pero se están perdiendo a un ritmo alarmante: cada año desaparece cerca del 1 % de la superficie global de manglares y praderas marinas debido a la urbanización, la contaminación y la sobreexplotación.
Contaminación marina: un laboratorio tóxico a cielo abierto
Los océanos reciben cada año entre 11 y 14 millones de toneladas de plásticos, y algunos estudios elevan la cifra hasta 23 millones de toneladas si se incluyen ríos y lagos. Esto equivale a un camión de basura lleno de plásticos vertido al mar cada minuto. Más del 80 % de la contaminación marina procede de actividades terrestres: residuos urbanos, agrícolas e industriales.
Los plásticos grandes se fragmentan hasta formar microplásticos (menores de 5 mm) y nanoplásticos (invisibles al ojo humano), que ya se han encontrado en el 100 % de las aguas oceánicas analizadas y en especies comerciales de todo el mundo. Según un estudio de la Universidad de Exeter (2024), más del 60 % de las especies de peces comerciales contienen microplásticos en su tracto digestivo, y los moluscos filtradores, como mejillones y ostras, presentan la mayor concentración por gramo de tejido.
Estos microplásticos no solo actúan como cuerpos extraños que bloquean el sistema digestivo de los animales, sino que también funcionan como “esponjas químicas”: absorben contaminantes como arsénico, plomo, cadmio, pesticidas y PFAS (sustancias perfluoroalquiladas, también llamadas “químicos eternos”). Una vez ingeridos, estos tóxicos se transfieren a lo largo de la cadena alimentaria hasta llegar al ser humano.
Cada persona que consume marisco regularmente puede ingerir entre 11.000 y 50.000 partículas de microplástico al año (FAO, 2023). Algunos estudios recientes han detectado microplásticos en sangre humana, placenta, pulmones y arterias, lo que sugiere que estas partículas son capaces de atravesar barreras biológicas y causar inflamación crónica y estrés oxidativo, mecanismos que están siendo investigados por su posible relación con enfermedades metabólicas y cáncer.
Metales pesados: el veneno invisible
Además de los plásticos, los océanos acumulan metales pesados como mercurio, arsénico, plomo, cadmio, cromo y níquel, que no se degradan y permanecen en los sedimentos durante siglos.
El mercurio (Hg) es uno de los contaminantes más peligrosos. Procede principalmente de la minería, la quema de combustibles fósiles y vertidos industriales. En el ambiente acuático se transforma en metilmercurio, una forma altamente tóxica que se bioacumula en los tejidos de los peces y biomagnifica a medida que sube por la cadena trófica. Los depredadores tope, como el atún rojo, el pez espada o el tiburón, pueden contener concentraciones de metilmercurio superiores a 1 mg/kg, por encima de los límites de seguridad establecidos por la UE (0,5 mg/kg).
El arsénico (As), otro metal cancerígeno, se infiltra en el medio marino a través de residuos mineros, pesticidas y aguas geotermales. Se asocia con cáncer de piel, pulmón y vejiga, y afecta también al sistema inmunológico. El cadmio (Cd), presente en fertilizantes y residuos metalúrgicos, daña riñones y huesos, mientras que el plomo (Pb) provoca alteraciones neurológicas y cardiovasculares, especialmente en niños.
Según la Agencia Europea de Medio Ambiente (2023), más del 30 % de los peces analizados en aguas europeas contienen niveles de metales pesados que superan los límites recomendados de ingesta semanal tolerable (TWI). La exposición crónica a pequeñas dosis no mata de inmediato, pero se asocia a un mayor riesgo de enfermedades degenerativas y tumores en el largo plazo.
En 2023, la IARC clasificó al arsénico y al cadmio como carcinógenos humanos del Grupo 1, al plomo inorgánico como probable carcinógeno (Grupo 2A) y al metilmercurio como posible carcinógeno (Grupo 2B). Además, la EFSA reconoció que los PFAS utilizados en textiles, cosméticos y envases alimentarios también presentan un riesgo cancerígeno: el PFOA fue clasificado como carcinógeno humano (riñón y testículo), y el PFOS como posible carcinógeno.
Riesgos reales para la salud humana
El ser humano es el último eslabón de esta cadena contaminante. Los metales pesados, los microplásticos y los compuestos orgánicos persistentes entran al cuerpo a través del consumo de pescado, marisco y agua contaminada.
Los efectos sobre la salud son múltiples:
Neurotoxicidad: el metilmercurio afecta el sistema nervioso central, provocando pérdida de memoria, alteraciones motoras y problemas de desarrollo en fetos y niños.
Carcinogenicidad: el arsénico, el cadmio, el plomo y los PFAS están asociados con tumores de hígado, pulmón, riñón, vejiga y piel.
Trastornos endocrinos: los microplásticos y los PFAS alteran el equilibrio hormonal y reducen la fertilidad.
Trastornos cardiovasculares: el plomo y el cadmio aumentan la presión arterial y el riesgo de infarto.
Efectos inmunológicos: los PFAS reducen la respuesta inmunitaria, especialmente en niños.
La OMS estima que cada año más de 250.000 niños se ven afectados por la exposición a metilmercurio solo en zonas costeras con consumo elevado de pescado contaminado. La FAO advierte que, si la tendencia actual continúa, en 2050 el océano contendrá más plástico que peces por peso, y buena parte de esos contaminantes acabarán en nuestros platos.
Impacto sobre la biodiversidad marina
Los contaminantes no solo afectan al ser humano, sino que erosionan las bases mismas de la vida marina.
Más de 800 especies de animales marinos están documentadas como afectadas por la ingestión o enredo de plásticos, incluyendo tortugas, aves y mamíferos marinos.
Cada año mueren más de un millón de aves marinas y 100.000 mamíferos marinos por residuos plásticos.
Las zonas muertas (hipóxicas) —donde el oxígeno es insuficiente para la vida— ya superan las 400 áreas en el planeta y cubren más de 245.000 km² (un tamaño similar al del Reino Unido).
El blanqueamiento coralino ha alcanzado niveles históricos: más del 80 % de los arrecifes del planeta han sufrido estrés térmico entre 2023 y 2025, según la NOAA.
Los ecosistemas costeros como los manglares y las praderas marinas están desapareciendo tres veces más rápido que los bosques tropicales.
Cada pérdida biológica implica una pérdida económica y cultural. Los ecosistemas costeros sostienen la pesca artesanal, el turismo y la identidad de miles de comunidades. Su degradación es también un golpe a la sostenibilidad social.
El cambio climático agrava el problema
El aumento de temperatura acelera la liberación de metales desde los sedimentos, altera las corrientes y favorece la proliferación de mareas tóxicas de algas. Estas floraciones pueden producir biotoxinas marinas (como las ciguatoxinas y saxitoxinas), responsables de intoxicaciones alimentarias y pérdidas millonarias en el sector pesquero.
Además, el calentamiento reduce la solubilidad del oxígeno: las aguas más cálidas retienen menos oxígeno, generando condiciones hipóxicas donde muchas especies no pueden sobrevivir. Esto repercute en la pesca, en la calidad del agua y en el equilibrio químico del planeta.
Los científicos advierten que los océanos están perdiendo su capacidad de amortiguar el cambio climático. Si se saturan de calor y CO₂, empezarán a devolver esos gases a la atmósfera, acelerando el calentamiento global en un proceso de retroalimentación.
Un problema global, una responsabilidad compartida
La Agenda 2030 reconoce explícitamente la urgencia de proteger la vida marina en su ODS 14: Vida submarina, cuyo objetivo es “conservar y utilizar de forma sostenible los océanos, los mares y los recursos marinos”. Sin embargo, la contaminación y la sobrepesca continúan aumentando. La ONU Medio Ambiente (2024) calcula que la contaminación marina causa daños anuales de más de 350.000 millones de dólares a los ecosistemas y a la economía mundial.
El reto es triple:
Reducir la contaminación en origen, limitando plásticos, vertidos industriales y emisiones.
Fomentar la economía azul sostenible, basada en energías renovables marinas, acuicultura responsable y turismo sostenible.
Promover la educación ambiental, especialmente entre los jóvenes y los futuros profesionales del sector.
Un espejo para la humanidad
El mar refleja lo que somos como especie. Cada botella que arrojamos, cada vertido que toleramos y cada exceso que consumimos acaban regresando a nosotros en forma de contaminación, pérdida de recursos y enfermedades. La salud de los océanos es la salud humana. Cuando el océano enferma, el planeta entero enferma.
Cuidarlo no es una opción: es una necesidad ética, científica y económica. El océano no nos pide caridad, nos exige responsabilidad. Nuestra generación y las que formamos a través de la educación tiene la posibilidad de revertir esta tendencia, sustituyendo la indiferencia por conocimiento y acción.
EN RESUMEN:
La historia de la humanidad se ha escrito junto al agua: nacimos de ella, vivimos junto a ella y dependemos de ella para sobrevivir. Pero nunca antes habíamos estado tan cerca de romper ese vínculo. Los científicos ya hablan de un “punto de no retorno oceánico” si no reducimos drásticamente las emisiones y la contaminación antes de 2050.
Frente a la desesperanza, hay margen de esperanza:
Tecnologías de captura de microplásticos.
Tratamientos avanzados de aguas residuales que eliminan PFAS y metales.
Iniciativas globales para reducir un 80 % los plásticos de un solo uso antes de 2040.
Áreas marinas protegidas que cubren ya el 8 % de los océanos (con el objetivo del 30 % para 2030).